miércoles, 6 de marzo de 2013

Como leer en bicicleta


Salvo raras excepciones, los ensayos de combate político y literario tienen una vigencia efímera, porque los hallazgos de un polemista suelen caer en el olvido cuando las batallas que libra pierden actualidad. Por buenas y malas razones, Cómo leer en bicicleta de Gabriel Zaid, publicado en 1975, ha perdurado en la memoria de los lectores, y sigue siendo un libro esclarecedor para entender cómo funciona el mundillo de las letras, para qué sirve el poder cultural, quién busca debilitarlo, y cómo se puede construir una democracia desde los espacios libres de la opinión pública. La vacuna que ha inmunizado a este conjunto de ensayos contra las mudanzas del tiempo es su audaz combinación de libertad y rigor. A contrapelo de la glosa erudita que muchas veces encubre la falta de ideas, Zaid confiesa desde el prólogo su ambición de recobrar el carácter heurístico del ensayo (es decir, su poder inventivo). Se trata, pues, de utilizar la imaginación como herramienta para convencer, en vez de apabullar al lector con el ceñudo gesto de la autoridad intelectual. De hecho, varios de los ensayos buscan sembrar en el lector una saludable desconfianza ante la autoridad que no se demuestre andando en la bicicleta.
Quizá la mayor virtud de Zaid como ensayista sea su talento para hacer extrapolaciones insólitas entre disciplinas remotas: la industria del elogio literario bajo la lupa irónica de un consultor financiero, la doblez del régimen echeverrista sometida al bisturí de un poeta satírico, los relevos generacionales de la élite intelectual, de Altamirano a los Contemporáneos, vistos desde la perspectiva de un politólogo. Quien crea que la invención es un atributo exclusivo de los géneros “creativos” descubrirá en estos ensayos que la agudeza crítica puede ser igualmente pródiga en sorpresas que la poesía o la fabulación.

Pero esta obra de Zaid también está viva por motivos menos agradables, que sólo un masoquista o un militante del PRI pueden celebrar: el estancamiento de nuestra naciente democracia, donde sólo han cambiado las fachadas institucionales para garantizar la supervivencia del aparato corporativo y la impunidad de la corrupción, confiere a sus alegatos contra la “tenebra” oficial una dolorosa vigencia que debieron haber perdido en julio del año 2000. ¿Cuáles son los vasos comunicantes entre las pequeñas miserias de la república literaria y los grandes atropellos del poder? En apariencia es un tanto anárquico o disonante reunir en el mismo libro las diatribas políticas de tono grave, dictadas por la musa de la indignación, y los textos mordaces de guerrilla literaria, en los que el autor denuncia, por ejemplo, la ridícula vanidad de una hispanista ayuna de reconocimiento (María del Carmen Millán) que pergeñó en los años sesenta un diccionario de escritores mexicanos donde le concedió más espacio a su ficha que a la de Sor Juana. Marrullerías de esta clase o travesuras como la de Martín Luis Guzmán, que trucaba las listas de libros más vendidos publicadas en la revista Tiempo para dárselas de best sellerperpetuo, parecerían tener poca relevancia frente a la conmoción social provocada por las matanzas del 2 de octubre y el 10 de junio, o ante la demagogia esquizoide de un gobierno manchado de sangre cuyos funcionarios “denuncian valientemente, quién sabe contra quién, lo mal que están las cosas que tienen a su cargo”.

El ordenamiento de los ensayos de Cómo leer en bicicleta, donde se pasa de la diatriba burlona a la impugnación severa, sugiere, sin embargo, que para Zaid las pequeñas claudicaciones del gremio literario ante el poder político, o ante el espejismo del éxito comercial, fortalecían la dictadura del partidazo en la medida en que debilitaban el poder de la inteligencia. Armar una antología de poetas en la que se privilegia a los amigos de la propia generación sobre los decanos del Parnaso es sin duda un delito menor comparado con las atrocidades cometidas por Díaz Ordaz en el 68. Pero en mitad de la lectura empezamos a descubrir el hilo conductor que subyace a esta yuxtaposición de pecados mortales y veniales: si la familia intelectual, incluyendo a algunas de sus figuras más importantes, lucha con tal denuedo por los sellos de prestigio, quedando en ridículo ante la opinión pública, ¿quién puede impulsar un cambio desde el terreno de las palabras y las ideas? El beneficiario directo de tanto fariseísmo, de tanto laurel fraudulento, es en última instancia el régimen autoritario que reparte premios y honores pero no vacila en acudir a las bayonetas cuando está en peligro de perder una discusión.

La esgrima verbal de Zaid alcanza su mayor altura y profundidad en ensayos de psicología social como “Pudores homicidas”, o en alegatos como “Carta a Carlos Fuentes” o “Los escritores y la política”, donde propone un fortalecimiento del poder literario que consiste en ejercerlo con independencia y rigor.

Gabriel Zaid

Creada por:Arlette Sánchez (:

Diez años que desangraron a Colombia


En los años 40 el economista colombiano Luis Eduardo Nieto Arteta escribió un apología del café: Decía que había logrado lo que nunca consiguieron en los anteriores ciclos económicos del país, las minas y el tabaco, ni el añil ni la quina: dar nacimiento a un orden maduro y progresista. Las fábricas textiles y otras industrias livianas habían nacido en los departamentos productivos de café: Antioquia, Caldas, Valle del Cauca, Cundinamarca. Una democracia de pequeños productores dedicados al café había convertido a los colombianos en “hombres moderados y sobrios”. Poco tiempo después estallo la violencia. En realidad los elogios al café no habían interrumpido, como por arte de magia, la larga historia de las revueltas y represiones sanguinarias en Colombia. El baño de sangre coincidió con periodo de euforia económica para la clase dominante: ¿es lícito confundir entonces la prosperidad de   una clase con el bienestar de un país? No puede hacerse un discurso del desarrollo cuando la realidad muestra graves desigualdades y desacuerdos.

La violencia había empezado como enfrentamiento entre liberales y conservadores, pero la dinámica del oído de clases fue acentuando cada vez su carácter de lucha social. Jorge Eliécer Gaytán, el caudillo liberal a quién la oligarquía de su propio partido, entre despectiva y temerosa llamaba “el Lobo” o “el Badulaque”, había ganado un formidable prestigio popular   amenazaba el orden establecido; cuando lo asesinaron a tiros, se desencadenó el huracán. Primero fue una manera humana incontenible en las calles de la capital, el espontaneo “bogotazo”, y enseguida la violencia derivo al campo, donde, desde hacía un tiempo, ya las bandas organizadas por los conservadores venían sembrando el terror.

El oído largamente masticado por los campesinos hizo explosión, y mientras el gobierno enviaba policías y soldados bajo la consigna de “no dejar ni la semilla”, los doctores del partido liberar se recluían en sus casas sin alterar sus buenos modales ni el tono caballeresco de sus manifiestos, o en el peor de los casos viajaban al exilio. Fueron los campesinos quienes pusieron los muertos. La guerra alcanzo extremos de increíble crueldad, impulsada por un afán de venganza que crecía con la guerra misma. Surgieron nuevos estilos de la muerte: en el “corte de corbata”, la lengua quedaba colgando desde el pescuezo. Se sucedían las violaciones, los incendios, los saqueos; los hombres eran descuartizados o quemados vivos, desollados o partidos lentamente en pedacitos; los batallones arrasaban las aldeas y las plantaciones; los ríos quedaban tenidos de rojo; los bandoleros otorgaban el permiso de vivir a cambio de tributos en dinero o cargamentos de café y las fuerzas represivas expulsaban y perseguían a innumerables familias que huían a las montañas a buscar refugio en los bosques, parían las mujeres.
Los primero jefes guerrilleros,   animados por la necesidad de revancha pero sin horizontes políticos claros, se lanzaban a la destrucción por la destrucción, el desahogo a sangre y fuego sin otros objetivos. Los nombres de los protagonistas de la violencia (Teniente Gorila, Malasombra, El Cóndor, Piel Roja, El Vampiro, Ave Negra, El Terror del Llano) no sugieren una epopeya de la revolución pero el acento de rebelión social se imprimía hasta en las soplas que cantaban las bandas:


Yo soy campesino puro, 
y no empecé la pelea,
pero si me buscan ruido
la bailan con la más fea. 

Y en definitiva, el terror indiscriminado había aparecido también mezclado con las reivindicaciones de la justicia, en la revolución mexicana de Emiliano Zapata y Pancho Villa. En Colombia la rabia estallaba de cualquier manera, pero no es cual de aquella década de violencia nacieran las posteriores guerrillas políticas que; levantando las banderas de la revolución social, llegaron a ocuparan y controlar extensas zonas del país. Los campesinos, asediados por la represión, emigraron a las montañas y ahí organizaron el trajo agrícola y la autodefensa. Las llamadas “repúblicas independientes” continuaron ofreciendo refugio a los perseguidos después de que los conservadores y los liberales firmaron en Madrid el pacto de la paz. Los dirigentes de ambos partidos, en un clima de brindis y palomas, resolvieron turnarse sucesivamente el poder en aras de la concordia nacional y entonces comenzaron, ya de común acuerdo, la faena de la “limpieza” contra los focos de perturbación del sistema.

En plena violencia había un oficial que decía: ‘’A mí no me traigan cuentos. Tráiganme orejas’’. El sadismo de la represión y la ferocidad de la guerra ¿podrían aplicarse por razones clínicas? ¿Fueron el resultado de la maldad natural de sus protagonistas? Un hombre que cortó las manos de un sacerdote, prendió fuego a su cuerpo y a su casa y luego lo despedazó y arrojó a un caño, gritaba, cuando la guerra ya había terminado: ‘’Yo no soy el culpable. Yo no soy el culpable. Déjenme solo’’.

Había perdido la razón pero en cierto modo la tenía: el horror de la violencia no hizo más que poner de manifiesto el horror del sistema. Porque el café no trajo consigo la felicidad y la armonía, como había profetizado Nieto Arteta. 
Es verdad que gracias al café se activó la navegación de Magdalena y nacieron líneas de ferrocarril y carreteras y se acumularon capitales que dieron origen a ciertas industrias, pero el orden interno y la dependencia económica ante los centros extranjeros del poder no solo resultaron vulnerados por el proceso ascendente del café, sino que, por el contrario, se hicieron infinitamente más agobiantes para los colombianos.
Cuando la década de la violencia llegaba a su fin, las naciones unidas publicaban los resultados de sus encuestas sobre la nutrición en Colombia. Desde entonces la situación no ha mejorado en absoluto: la encuesta mostró “una marcada insuficiencia de alimentos protectores –leche y sus derivados, huevos, carne, pescado, y algunas frutas y hortalizas- que aportan conjuntamente proteínas, vitaminas y sales”. No sólo a la luz de los fogonazos de las balas se revela una tragedia social.
Las estadísticas indican que Colombia ostenta un índice de homicidios siete veces mayor que el de los estados unidos, pero también indica que la cuarta parte de los colombianos en edad activa carece de un trabajo fijo. Hay en Colombia más un millón de niños sin escuela. Ello no impide que el sistema se dé el lujo de mantener a   41 universidades diferentes, públicas o privadas, cada una con sus diferentes facultades y departamentos, para la educación de los hijos de la élite y de la minoritaria clase media.
La desigualdad colombiana devela la fragilidad de los discursos, pero sobretodo la distancia de muchos países latinoamericanos con la realidad optimista, o más bien la visión idealizada que de ellos se han creado. Vale la pena rescatar los esfuerzos de quienes atraen la mirada nuestra y de nosotros hacia la auténtica realidad latinoamericana, pero falta aún hacer que esas miradas muevan a acciones que encaminen a Colombia y los países en situaciones similares hacia un desarrollo que los propios habitantes puedan percibir y disfrutar.
Eduardo Galeano 

Creado por:Arlette Sánchez (:



martes, 5 de marzo de 2013

Ensayo de Gabriel Zaid



            Como leer en bicicleta

Si ya es sorprendente que un ensayo mantenga su vigencia pasados más de treinta años de su aparición, resulta directamente milagroso que los ensayos sean dos y tengan ahora todavía más que decirnos que cuando fueron publicados. Eso es lo que sucede con la felicísima reedición –revisada y actualizada, todo hay que decirlo– de estas dos obras de Gabriel Zaid, originalmente aparecidas en 1972 y 1975. Y es así por razones que remiten al inimitable estilo de pensamiento que traslucen unos textos que se dirían empeñados en reivindicar la ironía como una forma de conocimiento. Es sabido que la ironía consiste en desviarse intencionadamente del discurso literal para decir con ello algo sobre éste. Lo que hace Zaid es aplicar su lúcida mirada de poeta e ingeniero al mundo de los libros, pero no para tratar de la relación de los libros con otros libros, sino de los libros con la sociedad: la sociedad en sentido amplio en un caso, la sociedad mexicana en el otro. No obstante, se trata de obras complementarias que trascienden cualquier posible limitación localista. Y los resultados son deslumbrantes: hay que leer a Zaid.

Ahora bien, no está tan claro que el propio Zaid haya debido escribir nada, a juzgar por sus propias palabras; y aquí empieza la ironía. Porque él mismo advierte en Los demasiados libros contra la plaga de la “grafomanía universal” que conduce a un mundo donde habrá más autores que lectores; autores que se creen genios y reclaman, contra toda lógica, atención universal: “La mayor parte de los libros nunca se comentan, nunca se traducen, nunca se reeditan […] Pero tú sigues escribiendo libros.” Que lo haga –que lo hagamos todos– se debe en parte a algo sobre lo que Zaid no se cansa de insistir: la facilidad con que los libros se producen. De ahí lo afortunado del subtítulo de la edición inglesa de la obra: Leer y publicar en una era de abundancia. Porque nunca se publicó tanto, ni con tanta facilidad: un libro cada medio minuto, para ser exactos. Eso significa que, en términos relativos, somos cada vez más incultos. Pero también que un número cada vez mayor de intereses especializados encuentra satisfacción en una oferta más rica, en correspondencia con la creciente diversificación de la sociedad. La economía de escala del libro así lo permite, a diferencia de lo que pasa con otros medios de comunicación, dirigidos forzosamente a audiencias masivas y condenados a una uniforme mediocridad.


Naturalmente, el correlato de la abundancia es la desatención relativa: ¡pocos libros interesan a muchos! Ni siquiera los bestsellers, echando cuentas, lo son tanto. Para Zaid esto no es un problema sino un reflejo de la forma misma que posee la cultura: una conversación descentralizada donde se habla de muy distintas cosas en distintos lugares y momentos. Por el contrario, la idea de que alguien deba ser escuchado por todos es una elemental reducción de la calidad de esa conversación y una invitación al dogmatismo. Desde este punto de vista, publicar un libro es introducirlo en esa conversación que los libros ayudan a mantener y los editores y libreros a organizar.  
La dificultad estriba en lograr la correspondencia entre el público natural de un libro –aquel
que se lograría si la distribución fuera perfecta y el precio indiferente– y su público final. ¿Cómo procurar entonces, al menor coste posible, el “encuentro feliz” de un libro con su lector, sin el cual aquél carece de todo valor?
Nunca fue tan fácil. Subraya Zaid que las posibilidades abiertas por las nuevas tecnologías facilitan la adaptación de las operaciones editoriales a un amplio número de transacciones pequeñas y diversas. Basta pensar en Amazon, con una oferta parangonable a la de las grandes bibliotecas universitarias, que basa su éxito en el despliegue de la máxima información posible sobre cada libro y en la incorporación de las recomendaciones personales al punto de venta; a ello habría que añadir, aunque Zaid no lo hace, unos precios atractivos que no pueden ofrecer mercados como el español, estancados en el precio fijo: ¡almacenar antes que saldar! En el mismo sentido, Zaid elogia a Google como “índice de índices” y a iniciativas –co-
mo Google Books, Proyecto Gutenberg y, en otro registro, Wikipedia– que están compilando “el genoma cultural de la especie humana”.


Sucede que convenir en todo esto requiere vencer el ancestral prejuicio que enfrenta a comercio y cultura como esferas irreconciliables. Zaid nos recuerda que todo comercio es conversación, hasta el punto de que los enciclopedistas franceses –revolucionarios ellos– abogaban por el libre comercio. ¿No será que, pese a lo mucho que solemos denigrarlo, el mercado también es una conversación y por eso mismo existe, porque se parece a la vida?


Sea como fuere, ¿para qué sirve el encuentro entre libro y lector? Zaid es en esto algo incoherente; pero esa ligera incoherencia es también ironía. A su juicio, frente a la
manía contemporánea de parecer cultivado a través de la lectura hay que aclarar que leer no sirve para nada. Ni siquiera está claro que tenga tanta influencia como se supone: “Los suicidas que leyeron Las tribulaciones del joven Werther de Goethe, ¿no se hubieran suicidado?” Sin embargo, dice también que los libros deberían enseñarnos a ser “ignorantes inteligentes”, porque lo importante es “cómo se anda, cómo se ve, cómo se actúa, después de leer”. Lo que significa que leer sí puede servir para algo, siempre y cuando quien escriba cumpla también con su parte: “¿Cuál debe ser el papel de la gente que publica, sino tratar de que se consolide por la base, que es la confianza del lector, el mínimo y quizá transitorio poder de convencer por escrito, razonando en público?” Para Zaid, una obra literaria o ensayística, una editorial, un periódico independiente, son también obras públicas que sirven para hacer mejor a una sociedad. Esta función del hombre de letras es central a Cómo leer en bicicleta, ejemplo en sí mismo de libro útil a pesar de –o gracias a– la divertida radicalidad de su propuesta formal.
Ciertamente, el propio Zaid lamenta que su propósito de “ensayar con el ensayo” pasara desapercibido en su momento –el convulso México priista posterior a la matanza de Tlatelolco–, en beneficio de la desenfadada crítica sociocultural y política contenida en sus piezas. Nada más alejado del tedioso cliché del intelectual comprometido: Zaid demuestra que no hace falta firmar un manifiesto para desnudar las miserias de una sociedad. En su caso, de hecho, todo parece un juego; un juego que dice algo, no solo que su autor está jugando. Sus ensayos ponen la experimentación y el humorismo al servicio de la observación crítica del México de entonces, pero son milagrosa y lamentablemente aplicables al México y aún a la España de hoy.

 
Piezas sobre la producción de elogios literarios rimbombantes, el desvelamiento del “racismo astrológico” como criterio subyacente a las antologías poéticas, la búsqueda del crítico literario ideal, el debate sobre “la posible significación épica de la aliteración labiodental en el Canto a Morelos de López Bermúdez”, o el desternillante intercambio ficticio de cartas en las que Marx y Engels preparan arteramente la promoción de ventas de El Capital, son solo algunos ejemplos de cómo la destilación irónica de la realidad sirve a su denuncia sin necesidad de ponerse medallas. Esta crítica cultural coexiste con la crítica a las instituciones públicas y sus verdades oficiales, así como con la crítica directa al poder representado por el pri y sus cómplices, hasta desembocar en una ironía que se ha hecho amarga: “En México, somos incapaces de decirnos ciertas verdades, amistosa, respetuosa o al menos inteligentemente. No tenemos práctica, no tenemos facilidad […] ¡Cuánto más decoroso es callar o eliminar al otro de verdad! […] ¡Matar, antes que ofender!” La ironía se ha hecho amarga, porque los muertos son de verdad. Sí, hay que leer a Zaid. ~



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Por: Christoher Guerrero Morales, Arlette Cárdenas Sánchez y Juan Manuel Lobato Ruiz
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