Como leer en bicicleta
Si ya es
sorprendente que un ensayo mantenga su vigencia pasados más de treinta años de
su aparición, resulta directamente milagroso que los ensayos sean dos y tengan
ahora todavía más que decirnos que cuando fueron publicados. Eso es lo que
sucede con la felicísima reedición –revisada y actualizada, todo hay que
decirlo– de estas dos obras de Gabriel Zaid, originalmente aparecidas en 1972 y
1975. Y es así por razones que remiten al inimitable estilo de pensamiento que
traslucen unos textos que se dirían empeñados en reivindicar la ironía como una
forma de conocimiento. Es sabido que la ironía consiste en desviarse
intencionadamente del discurso literal para decir con ello algo sobre éste. Lo
que hace Zaid es aplicar su lúcida mirada de poeta e ingeniero al mundo de los
libros, pero no para tratar de la relación de los libros con otros libros, sino
de los libros con la sociedad: la sociedad en sentido amplio en un caso, la
sociedad mexicana en el otro. No obstante, se trata de obras complementarias
que trascienden cualquier posible limitación localista. Y los resultados son
deslumbrantes: hay que leer a Zaid.
Ahora bien,
no está tan claro que el propio Zaid haya debido escribir nada, a juzgar por
sus propias palabras; y aquí empieza la ironía. Porque él mismo advierte en Los
demasiados libros contra la plaga de la “grafomanía universal” que conduce
a un mundo donde habrá más autores que lectores; autores que se creen genios y
reclaman, contra toda lógica, atención universal: “La mayor parte de los libros
nunca se comentan, nunca se traducen, nunca se reeditan […] Pero tú sigues
escribiendo libros.” Que lo haga –que lo hagamos todos– se debe en parte a algo
sobre lo que Zaid no se cansa de insistir: la facilidad con que los libros se
producen. De ahí lo afortunado del subtítulo de la edición inglesa de la obra: Leer
y publicar en una era de abundancia. Porque nunca se publicó tanto, ni con
tanta facilidad: un libro cada medio minuto, para ser exactos. Eso significa
que, en términos relativos, somos cada vez más incultos. Pero también que un
número cada vez mayor de intereses especializados encuentra satisfacción en una
oferta más rica, en correspondencia con la creciente diversificación de la
sociedad. La economía de escala del libro así lo permite, a diferencia de lo
que pasa con otros medios de comunicación, dirigidos forzosamente a audiencias
masivas y condenados a una uniforme mediocridad.
La dificultad estriba en lograr la correspondencia entre el público
natural de un libro –aquel
que se
lograría si la distribución fuera perfecta y el precio indiferente– y su
público final. ¿Cómo procurar entonces, al menor coste posible, el “encuentro
feliz” de un libro con su lector, sin el cual aquél carece de todo valor?
Nunca fue
tan fácil. Subraya Zaid que las posibilidades abiertas por las nuevas
tecnologías facilitan la adaptación de las operaciones editoriales a un amplio
número de transacciones pequeñas y diversas. Basta pensar en Amazon, con una
oferta parangonable a la de las grandes bibliotecas universitarias, que basa su
éxito en el despliegue de la máxima información posible sobre cada libro y en
la incorporación de las recomendaciones personales al punto de venta; a ello
habría que añadir, aunque Zaid no lo hace, unos precios atractivos que no
pueden ofrecer mercados como el español, estancados en el precio fijo:
¡almacenar antes que saldar! En el mismo sentido, Zaid elogia a Google como
“índice de índices” y a iniciativas –co-
mo Google Books, Proyecto Gutenberg y, en otro registro, Wikipedia– que están compilando “el genoma cultural de la especie humana”.
mo Google Books, Proyecto Gutenberg y, en otro registro, Wikipedia– que están compilando “el genoma cultural de la especie humana”.
Sucede que
convenir en todo esto requiere vencer el ancestral prejuicio que enfrenta a
comercio y cultura como esferas irreconciliables. Zaid nos recuerda que todo
comercio es conversación, hasta el punto de que los enciclopedistas franceses
–revolucionarios ellos– abogaban por el libre comercio. ¿No será que, pese a lo
mucho que solemos denigrarlo, el mercado también es una conversación y por eso
mismo existe, porque se parece a la vida?
manía
contemporánea de parecer cultivado a través de la lectura hay que aclarar que
leer no sirve para nada. Ni siquiera está claro que tenga tanta influencia como
se supone: “Los suicidas que leyeron Las tribulaciones del joven Werther
de Goethe, ¿no se hubieran suicidado?” Sin embargo, dice también que los libros
deberían enseñarnos a ser “ignorantes inteligentes”, porque lo importante es
“cómo se anda, cómo se ve, cómo se actúa, después de leer”. Lo que significa
que leer sí puede servir para algo, siempre y cuando quien escriba cumpla
también con su parte: “¿Cuál debe ser el papel de la gente que publica, sino
tratar de que se consolide por la base, que es la confianza del lector, el
mínimo y quizá transitorio poder de convencer por escrito, razonando en
público?” Para Zaid, una obra literaria o ensayística, una editorial, un
periódico independiente, son también obras públicas que sirven para hacer mejor
a una sociedad. Esta función del hombre de letras es central a Cómo leer en
bicicleta, ejemplo en sí mismo de libro útil a pesar de –o gracias a– la
divertida radicalidad de su propuesta formal.
Ciertamente,
el propio Zaid lamenta que su propósito de “ensayar con el ensayo” pasara
desapercibido en su momento –el convulso México priista posterior a la matanza
de Tlatelolco–, en beneficio de la desenfadada crítica sociocultural y política
contenida en sus piezas. Nada más alejado del tedioso cliché del intelectual
comprometido: Zaid demuestra que no hace falta firmar un manifiesto para
desnudar las miserias de una sociedad. En su caso, de hecho, todo parece un
juego; un juego que dice algo, no solo que su autor está jugando. Sus ensayos
ponen la experimentación y el humorismo al servicio de la observación crítica
del México de entonces, pero son milagrosa y lamentablemente aplicables al
México y aún a la España de hoy.
Piezas sobre
la producción de elogios literarios rimbombantes, el desvelamiento del “racismo
astrológico” como criterio subyacente a las antologías poéticas, la búsqueda
del crítico literario ideal, el debate sobre “la posible significación épica de
la aliteración labiodental en el Canto a Morelos de López Bermúdez”, o
el desternillante intercambio ficticio de cartas en las que Marx y Engels
preparan arteramente la promoción de ventas de El Capital, son solo
algunos ejemplos de cómo la destilación irónica de la realidad sirve a su
denuncia sin necesidad de ponerse medallas. Esta crítica cultural coexiste con
la crítica a las instituciones públicas y sus verdades oficiales, así como con
la crítica directa al poder representado por el pri y sus cómplices, hasta
desembocar en una ironía que se ha hecho amarga: “En México, somos incapaces de
decirnos ciertas verdades, amistosa, respetuosa o al menos inteligentemente. No
tenemos práctica, no tenemos facilidad […] ¡Cuánto más decoroso es callar o
eliminar al otro de verdad! […] ¡Matar, antes que ofender!” La ironía se ha
hecho amarga, porque los muertos son de verdad. Sí, hay que leer a Zaid. ~
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